Historia de un linaje silletero

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Si algo no le faltó a Julio Ramírez fue el ejemplo. El primer oficio que tuvo fue como discípulo de su padre, Crispiniano, un líder natural de Santa Elena, quien supo marcar una época con su ingenio.

Él sabía armar como nadie las estructuras de las silletas; pero, además, dominaba el oficio de la construcción de tapia, y por eso se empeñó en levantar la escuela, la sede de la acción comunal, el centro de salud y la carretera de la vereda. Les enseñó a sus hijos que no hay nada que no se pueda conseguir con base en la voluntad y el trabajo.

Desde niño, Julio trató de ser constante en la escuela, pero sus clases preferidas siempre estuvieron afuera, en el campo, donde repasaba los nombres de las flores y los ciclos de las cosechas y tanteaba las medidas para levantar muros de tapia al lado de su padre, o contaba las cargas de maíz y aprendía cualquiera otro oficio que le permitiera ganarse la vida.

Una totuma de mazamorra y un pedazo de panela o un calentado de frijoles le alcanzaban para coger fuerzas y emprender la jornada diaria. Recoger madera, abonar la tierra, encerrar los terneros eran las labores que antecedían su viaje rumbo a Medellín.

Con la carga a la espalda y siguiendo como siempre los pasos de su padre, llegaban a la cabecera de Santa Elena, se desviaban por El Plan hasta La Curva del Diablo y descendían a paso ligero por La Cascada. Había que llegar a la Plaza de Cisneros antes que el sol coronara la montaña y despertara a la urbe.

En la plaza, las silletas repletas de flores y verduras se enfilaban a lo largo de la galería, los campesinos vestidos con sus atuendos de trabajo exhibían sus productos; una imagen auténtica y colorida como pocas.

Esta sería la inspiración para que Efraín Botero, administrador de la Plaza, les propusiera desfilar por las calles de Medellín, pues según él, todos merecían ver aquella estampa, la representación de una tradición que él encontraba fascinante.

Como la costumbre de su padre era ser pionero, se involucró en ese primer desfile proyectado para 1957, y como el destino de Julio era seguir sus pasos, decidió integrarse años después y conformar una dinastía que hoy todavía sigue vigente.

Su hermano y su cuñado innovaron en el diseño al crear la silleta emblemática. Para no quedarse atrás y hacerle honor al ingenio de su padre, él se atrevió con otra propuesta que daría origen al estilo monumental.

Su riesgo le valió el primer premio en esa edición del desfile, 150 pesos que utilizó para calmar un antojo. Pues, aunque en medio de tal abundancia, varias personas le ofrecieron algún pedazo de tierra, Julio le hizo caso al oído, a su corazón, e invirtió en algo que pocos tenían por entonces: un radio de pilas grandes.

Esa vez prefirió la música, la misma que lo ha acompañado tantas veces alrededor de unos tragos, la que a cada tanto le sirve para congregar la familia y festejar la vida, esa que se empeña en recordarle que a pesar de tantos esfuerzos siempre será una fortuna haber nacido en el campo.

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